Por Hugo Santiago Sánchez
Cóatl amasa el barro entre sus manos, juguetea y palpa con sus dedos la fría textura café, lo mezcla y empieza a crear una figura, es como una garza, le pone ojitos y de pronto el amasijo se le cae a un charco de agua; molesto lo deja ahí y camina por los carrizales.
Entre los dedos de sus
pies se estampan pequeños renacuajos, el niño avanza y tras apartar los juncos
con sus tiernas manitas de 6 años, pone su vista hacia la montaña sagrada,
donde horrorizado contempla que el templo mayor humea, se consume.
Unos horribles lamentos
también salen de ese lugar y lo espantan, lo hacen regresar, cuando
repentinamente en su pecho percibe dos manos duras que lo jalan, y lo suben
sobre los hombros de un veinteañero de tez morena, que inmediatamente se hecha
a correr.
El joven tolteca lleva
al niño a cuestas, junto con un ayate lleno de comida y un cuchillo de
pedernal; corriendo, sus pies se hunden entre el lodo rivereño del río,
mientras que sus manos curtidas por su trabajo de alfarero, apartan los tules y
las ramas que le impiden el paso.
Nadie se lo imaginaba,
ni los nobles y ricos, ni los comerciantes y guerreros, menos aún los artesanos
y campesinos. Hoy en la madrugada invadieron y conquistaron Tollan, los
barbaros Nonoalcas, profanaron los templo, quemaron los palacios, y los
Toltecas tuvieron que rendirse, escapando en barquitas o por la ribera del río,
como ahora lo hacen Cóatl y su papá.
El pequeño fuertemente
agarrado de la cabellera del joven, giraba la cabeza para todos lados y veía como
a lo lejos, los techos de penca de maguey de caseríos y construcciones, ardían
irremediablemente, derrumbándose. Huían rápidamente cuando vino el tirón, y
repentinamente el tolteca y su hijo cayeron al suelo, revolcándose entre el
lodo y las piedras redondas.
El hombre apagó,
apretando los labios, un grito estremecedor de dolor, porque la afilada punta
de una flecha de obsidiana, le había cortado sus carnes morenas. El proyectil le
entró por el muslo y salió del otro lado del cuerpo, la sangre manaba continuamente
de aquella horrible herida, tiñendo de rojo el taparrabo del artesano.
Cóatl se levantó y se
desenredó del nudo de piernas que se había hecho en el cuello de su padre,
quién imposibilitado para continuar, le dijo: - hijo corre, corre, vete, no te esperes, vete sobre el camino que hay
entre los tules y el río, y ahí donde termina, agáchate y sube al cerro, busca
la cueva donde nos están esperando tus tíos.
Arrastrándose, el papá
se acercó a la frente del niño, le dio un beso, le acarició el cabello, y le
ordenó que les dijera a sus hermanos lo que había ocurrido; con lágrimas en los
ojos y una tristeza infinita, le pidió que nunca olvidara, que lo amaba más que
a su propia vida.
El niño se apartó
llorando, y ahora eran sus pies descalzos los que se hundían en el lodo,
comenzó a correr, y su corazón agitado hacía juego con el sonido que provocaba
el viento entre los juncos; atrás quedaba su padre herido, quién apenas podía
esconderse entre la tupida vegetación.
El pequeño no cesaba de
correr, y atrás de él otros toltecas escapaban de la muerte; familias enteras
avanzaban a toda prisa, llevando en la espalda, bajo el brazo o en las manos,
lo que alcanzaron a cargar de inmediato; un guajolote, una coa para sembrar, ó
acaso algunos alimentos para el viaje.
Tenían terror de los Nonoalcas,
porque eran crueles y desalmados, quienes a su vez odiaban y envidiaban a los
Toltecas, por haber alcanzado el mote de “maestros de todos los oficios”, haber
forjado un imperio, y hasta lograr la capacidad filosófica de “dialogar con su
propio corazón”.
A un lado de la vereda
donde huía Cóatl, corría el Río de Tollan, sus azuladas aguas arrastraban los
cuerpos de señores Toltecas, cadáveres despojados de sus verdes narigueras y
sus complejos tocados de plumas; unos emergían perforados por las flechas,
otros más rebanados por los cuchillos de obsidiana, y espantosamente, también
flotaban cuerpos de niños.
El pequeño tolteca llegó al fin del tupido carrizal, donde el río formaba una curva, e iniciaba la falda del cerro Magoni. A gatas y confundido, Cóatl comenzó a subir, avanzando entre los nopales y las piedras, raspándose con el suelo, en busca de la cueva que le había dicho su padre.
El niño giró su cabeza
y vio ya desde una importante altura, que los edificios de la Plaza Mayor de
Tollan, caían fulminados por el fuego; mientras rodaban sobre las escaleras del
templo, las gruesas columnas de piedra con forma humana, aventadas por los militares
Nonoalcas.
Mientras contemplaba la
horrible escena, una suave túnica le acarició el rostro, era blanca con remates
dorados; rápidamente volteó hacia arriba y unos ojos de color azul lo miraron
directamente. El niño nunca había visto alguien así en su corta vida. Era un
hombre con un rostro deforme, pero amigable, su piel era límpida, no morena
como la de todos, e igualaba el color de su ropa. Tendría más de 60 años, y una
larga barba que le llegaba hasta el pecho, donde se confundía con una insignia
de un caracol cortado por la mitad.
- Hijito, levántate,
recuerda que tú no eres de un pueblo arrastrado, tus eres de la raza que ha de andar de píe caminando con la cara
frente al sol, le dijo el hombre al niño, mientras lo ayudaba a incorporarse.
El anciano, al cual protegían no menos de treinta nobles toltecas, agachó su
espalda y se puso a platicar con el pequeño.
- Hoy nuestros enemigos
nos han ganado hijito, perdimos la batalla, y a cambio de cesar las muertes,
hemos claudicado y emprendido la huida que nos exigieron… pero no es el fin Cóatl…
y el pequeño se sorprendió que lo llamara por su nombre.
- Los nietos de los
hijos de tus nietos regresarán aquí, con otra lengua, con otras costumbres, con
otra fe, y construirán nuevos templos, palacios y talleres, donde renacerá
nuestro pueblo… donde florecerá la nueva Tollan… a ellos habrás de decirles que
para alcanzar la plenitud de la vida y ser reconocidos como verdaderos
toltecas, tendrán que amar a Dios sobre todas las cosas, vivir en paz con los
que les rodean, y nunca, nunca, perder el tiempo, que nos han prestado.
El niño no comprendía
las palabras del anciano, pero se esculpían en su memoria, de repente una
gruesa voz llamó al hombre de blanco: - Señor Quetzalcóatl es momento de irnos,
nos queda mucho camino por delante, y aquí corre peligro. Al escuchar esto, el
hombre le obsequió una sonrisa al niño, y prosiguió su marcha. Cóatl por su
parte, tomó su camino entre el cerro hacía la cueva, que ya se divisaba, pero
ahora de píe.
DEDICADO A MARCELINO SANTIAGO MENDOZA
DEDICADO A MARCELINO SANTIAGO MENDOZA
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